LA VIDA RELIGIOSA EN EL PERÚ VIRREINAL
La evangelización de
los indios se dio desde el mismo momento de la conquista. Al principio fue obra
casi exclusiva de frailes dominicos y franciscanos quienes, desde conventos
rurales, predicaron muy influidos por ideas mesiánicas surgidas en la
mentalidad popular europea. Ello explica la idea del retorno del Inca en la
mitología andina surgida en la colonia.
La política
evangelizadora cambió cuando la Iglesia introdujo las ideas del Concilio de
Trento. Ahora la empresa estaba en manos de parroquias dependientes del obispo.
La llegada del arzobispo de Lima, Toribio de Mogrovejo, y de los jesuitas, fue
clave en este sentido. El Tercer Concilio Limense (1783) mandó quemar los
catecismos bilingües que los frailes habían elaborado y los reemplazó con la
Doctrina Cristiana, primer libro impreso en Virreinato. Elaborada por el padre
jesuita José de Acosta, estuvo escrita en español, quechua y aymara; de esta manera
se demostraba el carácter multiligüista de la evangelización andina. A finales
del XVI estaban formalmente bautizados casi todos los indios.
En el XVII, tras una
denuncia formulada desde Huarochirí de que los indios mantenían culto a sus
dioses tradicionales (1607), el Arzobispado inició varias campañas de
extirpación de idolatrías. La idea era destruir cualquier rezago de la religión
andina: huacas o ídolos. De todos modos, la aceptación del catolicismo por
parte de los indios nunca implicó la total renuncia a sus creencias
ancestrales: hoy en día pueden verse en muchas lugares ritos a la pachamama y a
los apus.
A nivel urbano el
catolicismo tuvo rasgos particulares. Habría que mencionar al Tribunal de la
Inquisición, instalado en Lima en 1570, que terminó siendo un eficiente agente
del poder monárquico. Mediante la censura fue el encargado de reprimir
cualquier controversia doctrinal y perseguir toda literatura “peligrosa” para
la fe y el orden político. El Tribunal fue suprimido por las Cortes de Cádiz en
1812 pero, al restaurarse el absolutismo con Fernando VII, siguió funcionando
en Lima hasta 1820.
Una circunstancia
notable fue el surgimiento, entre fines del XVI y comienzos del XVII, de
algunos personajes virtuosos que terminaron elevados a los altares. Ese fue el
caso de los españoles santo Toribio de
Mogrovejo, Arzobispo de Lima, san Juan Masías y san Francisco Solano; y de los
peruanos San Martín de Porres e Isabel
Flores de Oliva, conocida como santa Rosa de Lima. Todos vivieron en Lima.
Respecto a las fiestas
religiosas, las más concurridas fueron Navidad y Semana Santa. También fue muy
difundido el culto al Corpus Christi y que hoy goza de tanta popularidad en
Cuzco y Cajamarca. Por ello, a diferencia de otras regiones de América, en el Perú
los cultos populares más difundidos están dedicados a Cristo.
Entre todos los
“cristos” coloniales destaca, sin duda, el Señor de los Milagros que, desde
hace más de tres siglos, recorre en procesión las calles de Lima. Hoy es la
procesión católica más grande del mundo; incluso los peruanos emigrados recrean
la procesión en las calles de Chicago, Nueva York o Santiago de Chile. Junto al
Cristo moreno, pintado por un esclavo negro, tenemos al Señor Cautivo de
Ayabaca (Piura), al Señor del Mar (Callao), al Señor de los Temblores (Cuzco),
al Señor de Muruhuay (Tarma) y al Señor de Luren (Ica), entre muchos más.
También se
multiplicaron las cofradías y las hermandades. Fueron agrupaciones de fieles de
toda condición racial y de ocupación congregadas en torno a una imagen de
Cristo, una advocación a la Virgen o un santo. Su función era la veneración y
culto del patrono común, la ayuda mutua entre sus miembros y la salida en
procesión durante la festividades. Dependieron de las iglesias o monasterios en
los que se hallaban las imágenes de su devoción.
Las muestras de piedad
femenina más importante se dieron en la vida conventual. Allí aparecieron las
beatas y las mujeres que llevaban una vida apartada en forma individual o
comunitaria. Los monasterios femeninos
se diseñaron como ciudades dentro de la ciudad virreinal. Cada uno tenía su
propio gobierno que recaía sobre la priora o abadesa. Entre los más importantes
tenemos La Encarnación (Lima), Santa Clara (Cuzco) y Santa Catalina (Arequipa).